jueves, 25 de agosto de 2016

En la Silla del Gran Juez.


Me sucedió hace algunos años algo lamentable que me marcó, pero cuya cicatriz hoy sigue siendo un marco referencial de que la voluntad de Dios para mi vida siempre será para bien.
 Yo me encontraba en un desenvolvimiento ministerial maravilloso, mi comunión íntima con Dios crecía cada día, era impresionante ver trabajar al Señor en mi y a través de mi y sobre todo gozaba de paz. Pero; una noche mientras ministraba al Señor en una congregación amiga, un profeta movido por sus emociones y sentimientos lanzó una profecía que como lanza quedó clavada en mi alma, dando un golpe certero que dejó por un tiempo lisiado mi Ministerio.
Después de esa palabra «profética» mi vida no fue la misma. No consulté con Dios esa palabra sino que la creí y empecé a hacer cosas que el Señor no me había ordenado hacer ,y tome decisiones que él no me había ordenado tomar. ¿Las consecuencias? Un desplome estruendoso. Para cuando me vine a dar cuenta de que mi vida iba en picada ya era demasiado tarde, porque lo que Dios me había ordenado hacer lo dejé a medias para seguir los impulsos de un corazón enseguecido por la mentira y el error.
Nunca olvido esa noche donde yo estaba preparándome para cometer una locura, cuando la frustración, el enojo conmigo misma y la amargura habían invadido mi raciocinio y me sumergieron en la más densa oscuridad espiritual. De repente tocan al portón de mi casa y ahí estaba la voz de una gran mujer, invidente y maravillosamente profeta. Así es, ¡Otra profeta! Hablándome y confrontandome Dios mismo a través de ella. La mujer vivía por la curva de Molina y yo vivía en San Francisco, estábamos bastante distanciadas geográficamente,y ella bañándose escucha la voz de Dios que le dice: Ve a casa de Ana María porque está planeando quitarse la vida. Ella se apresura a salir, no conoce la dirección de mi casa, no tiene vehículo así que debe tomar un carrito por puesto o autobus, se dirige a casa de una hermana que también vivía en San Francisco le dice lo que yo pensaba hacer y ambas buscan al Pastor que si tenía vehículo y llegan a mi casa como a las nueve de la noche. ( Todos esos detalles lo supe día después) Y al sacarme de mi habitación me dijo «¡Suelta a ese que has tomado. Sueltalo! Evitale un juicio. El tumor cuando se estirpa duele, pero después viene la sanidad» Y otras palabras más.
Yo en ese momento me sentí el ser más miserable del mundo; sentía que no merecía a Dios. Pero ahí estaba mi Señor dándome órdenes. Obvio por completo mi plan de suicidio y sólo se dedicó a darme instrucciones.
Me costó soltar a ese asesino, ese profeta cuya profecía había traído tanto desastre a mi vida; pero lo que más me costó fue perdonarme a mi misma. Yo me decía ¿Si te permitiste matar tu amor y devoción por Dios, que más da que mates también tu cuerpo? Ese era mi argumento.
Fueron meses fuertes los que vinieron después, pues mi alma se negaba a olvidar, pero el amor de Dios fue llenando esos espacios vacíos y fue restaurada mi relación con él. ¿Las consecuencias de mi error? Una disciplina de parte de Dios que duró 12 años. Siempre fui consciente de esa disciplina que amé,  valore y  cumplí.
Hasta este día han sido muchos los asesinos que he tenido que soltar.
El primero que libere fue: al asesino de mi anhelo de ser una gran deportista; Mi madre, quien no consideró ni por un instante cuanto me iba a desarrollar esa disciplina como persona y terminó de manera egoísta alejandome de lo que era mi pasión. Siempre amé correr, trotar, saltar y levantar pesas. Luego vino el asesino de mi sueño de ser una gran profesional. A ese tuve que perdonarlo por etapas. Estaba en un gran momento de mi carrera como Comunicadora Social, creciendo y dando pasos agigantados, desarrollando mi potencial; pero este asesino por miedo a que mi luz opacara su sombra me atacó, me cerró las puertas y lo peor fue que se aseguró de que ninguna quedará abierta por si quería volver. Este asesino tuvo tres rostros, es por ello que la liberación fue por etapas. Pero al más difícil de perdonar ha sido al asesino que deliberadamente ha matado a mis niños (así he decidido llamar a mi reputación) en etapa de crecimiento. Este asesino me ha causado más dolor que los otros porque es el que ha estado más cerca de mi, al que le he dado mi confianza; es el que ha pasado desapercibido a mi lado, cuyas artimañas han destruido muchas veces la imagen que me he labrado con tanta abstinencia; y es que de esos hay tantos a nuestro alrededor, que cuesta reponerse.
Hay asesinos de alegrías que te llevan a vivir en una amargura constante; asesinos de risas que marcan tu rostro con la tristeza.

Yo pude identificar a esos asesinos, pero para hacerlo tuve que armarme de valor pues vivía de funeral en funeral, hasta que decidí denunciarlo y entregarlo. Hay quienes no denuncian a sus atacantes porque prefieren tomar la Justicia por su cuenta, y más cuando el sistema judicial humano está tan corrompido. Para mi era más fácil tener a mis asesinos a la vista, custodiados en mi propio retén, sin derecho a un juicio, preparando mi estocada y así vengarme por mi propia cuenta.
Hasta que el Espíritu Santo comenzó a hablarme del amor de Jesús que opera en mi vida desde hace 20 años. Ese es el Amor que ama a sus enemigos, que cubre multitudes de faltas, que persona hasta setenta veces siete al que te lástima. Y luego me llevo a la segunda fase y fue permitirme conocer la Justicia de Dios que opera en mi; esa que no me juzgó según mis obras, sino que me absorbió de todas mis maldades, esa que me lleva a hacerle al prójimo lo mismo que quiero que me hagan, esa que no está para condenar al mundo sino para salvarlo. Dios está interesado es en redimir a la humanidad, no en destruirla.
Cuando el peso de la benignidad del Espíritu Santo cayó sobre mi, entonces me arrepentí de corazón por haber odiado, por haber esperado como Agar, a un tiro de arco para ver caer a esos enemigos que me habían herido sin razón. Al igual que Jonás me enoje muchas veces con Dios y le demande Justicia para mi; y es que aveces, somos tan humanos que si nos dan la oportunidad de ser Dios por un minuto acabaríamos con la mitad de la raza humana.
Es tiempo de soltar las gargantas de aquellos que nos ultrajan y nos persiguen injustamente. La justicia se basa en el amor, ya que éste es el pilar fundamental del Reino de Dios al cual pertenecemos. El amor no es un sentimiento, es una cualidad que nos caracteriza como hijos de Dios. El amor es expresivo, pulsatil, siempre lo vamos a sentir aunque sea de manera muy mínima, siempre está ahí.
Dejemos que sea Dios el que decida lo que merece, o no, aquel que nos hizo daño; dejemos que sea el Gran Juez el que pese los corazones y emita la sentencia que considere su justicia; porque al fin y al cabo lo importante de saber que el asesino está en las manos de Dios es que lo hemos soltado y lo hemos liberado de la cárcel que en nuestro corazón le habíamos construido.
Y es que por principio de Justicia Dios nos enseña a ser justos. Jesús dijo: «El que aborrece a su hermano es homicida» ¿Y, a cuantas personas no hemos aborecido alguna vez? ¿A cuantas no le hemos causado tristeza? ¿A cuantas personas no hemos defraudado?¿ A cuantas no hemos herido injustamente con palabra o actitudes? ¡Oh! sí el Señor se detuviera a considerar nuestras debilidades o injusticias ¿Cómo podríamos permanecer delante de su presencia? Pero gracias a Jesucristo que está cada día abogando por nosotros ante el Padre es que somos absueltos de todos nuestros errores diarios.
Las armas de nuestra milicia no son canales, es por ello que no hay razón alguna para tener almacenada esa artillería emocional que a la final a quien le hace daño es a nosotros mismos.
El que perdona olvida. Es tiempo de olvidar, perdonando; levantarnos y dejar la silla vacía para siempre.

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Redacción: Ana Maria Melean
Diseño y Fotografía: Jesús Baldonedo